ideasenequipo¿No tiene usted más fe en las ideas que usted mismo descubre que en aquellas que se le sirven en bandeja de plata? Si es así, ¿no demuestra un error de juicio al tratar que los demás acepten a toda fuerza las opiniones que usted sustenta? ¿No sería más sagaz hacer sugestiones y dejar que los demás lleguen por sí solos a la conclusión?

El Sr. Adolph Seltz, de Filadelfia, estudiante en uno de mis cursos, se vio de pronto ante la necesidad de inyectar entusiasmo a un grupo de vendedores de automóviles, desalentados y desorganizados. Los convocó a una reunión y los instó a decirle con claridad qué esperaban de él. A medida que hablaba, el Sr. Seltz iba escribiendo sus ideas en un pizarrón. Finalmente dijo: «Yo voy a hacer todo lo que ustedes esperan de mí. Ahora quiero que me digan qué tengo derecho a esperar de ustedes». Las respuestas fueron rápidas: lealtad, honestidad, iniciativa, optimismo, trabajo de consuno, ocho horas por día de labor entusiasta. Un hombre se ofreció para trabajar catorce horas por día. La reunión terminó con una nueva valentía, una nueva inspiración, en todos los presentes, y el Sr. Seltz me informó luego que el aumento de ventas fue fenomenal.
«Estos vendedores -concluyó Seltz- hicieron una especie de pacto moral conmigo, y mientras yo cumpliera con mi parte ellos estaban decididos a cumplir con la suya. Consultarles sobre sus deseos era el aliciente que necesitaban.»

A nadie le agrada sentir que se le quiere obligar a que compre o haga una cosa determinada. Todos preferimos creer que compramos lo que se nos antoja y aplicamos nuestras ideas. Nos gusta que se nos consulte acerca de nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras ideas.

El gran poeta inglés Alexander Pope lo expresó de modo sucinto:
“Al hombre hay que enseñarle como si no se le enseñara, y proponerle lo desconocido como olvidado”.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Eugene Wesson. Perdió incontables millares de dólares en comisiones antes de aprender esta verdad. El Sr. Wesson vendía dibujos para un estudio que crea diseños para estilistas y para fábricas textiles. Wesson venía visitando una vez por semana, durante tres años, a uno de los principales estilistas de modas en Nueva York. «Nunca se negaba a verme -contaba Wesson- pero jamás me compraba nada. Miraba siempre con mucho cuidado mis dibujos y luego los rechazaba.»
Después de ciento cincuenta fracasos, Wesson comprendió que debía estar en una especie de estancamiento mental, y resolvió dedicar una noche por semana al estudio de la forma de influir en el comportamiento humano, y a desarrollar nuevas ideas y generar nuevos entusiasmos.
Por fin se resolvió a probar una nueva manera de actuar. Recogió media docena de dibujos sin terminar, en los que estaban trabajando todavía los artistas, y fue con ellos a la oficina del comprador en perspectiva.
-Quiero -le dijo-, que me haga usted un favor, si es que puede. Aquí traigo algunos dibujos sin terminar. ¿No quiere usted tener la gentileza de decirnos cómo podríamos terminarlos de manera que le sirvan?
El comprador miró los dibujos un buen rato, sin hablar, y por fin manifestó:
-Déjelos unos días, Wesson, y vuelva a verme.
Wesson regresó tres días más tarde, recibió las indicaciones del cliente, volvió con los dibujos al estudio y los hizo terminar de acuerdo con las ideas del comprador. ¿El resultado? Todos aceptados.
Desde entonces el mismo comprador ha ordenado muchos otros dibujos, trazados todos de conformidad con sus ideas.
«Ahora comprendo -nos refería el Sr. Wesson- por qué durante años no conseguí vender un solo diseño a este comprador. Le recomendaba que comprara lo que se me ocurría que debía comprar. Ahora hago todo lo contrario. Le pido que me dé sus ideas, y él cree que los dibujos son de su creación, como es cierto. Ahora no tengo que esforzarme por venderle nada. Él compra solo.»

Esta misma psicología fue utilizada por un fabricante de aparatos de rayos X para vender su equipo a uno de los más grandes hospitales de Brooklyn. Este hospital iba a construir un nuevo pabellón y se disponía a equiparlo con el mejor consultorio de rayos X que hubiera en el país. El Dr. L., a cargo del departamento de rayos, se veía abrumado por vendedores que defendían entrañablemente las ventajas de sus respectivos equipos.
Pero un fabricante fue más hábil que los demás. Sabía más acerca de la forma de tratar con las personas.
Escribió al Dr. L. una carta concebida más o menos en estos términos:
Nuestra fábrica ha completado recientemente una serie de aparatos de rayos X. La primera partida de estas máquinas acaba de llegar a nuestros salones de venta. No son perfectas. Lo sabemos y queremos mejorarlas.
Nos sentiríamos profundamente agradecidos a usted si pudiera dedicarnos el tiempo necesario para estudiar estos aparatos y darnos sus impresiones acerca de la forma en que pueden ser más útiles a su profesión.
Sabiendo lo ocupado que está usted, me complacerá enviarle mi automóvil a buscarlo, a la hora que usted decida.
«Me sorprendió recibir aquella carta -dijo el Dr. L., al relatar este incidente ante nuestra clase-. Quedé sorprendido y halagado. Jamás un fabricante de aparatos de rayos X me había pedido consejo. Me sentí importante. Estaba ocupado, tan ocupado que no tenía libre una sola noche de aquella semana, pero dejé sin efecto un compromiso para una comida, a fin de revisar aquellos aparatos. Cuanto más los estudiaba, tanto más descubría, por mi propia cuenta, que me gustaban mucho. Nadie había tratado de vendérmelos. Consideré que la idea de comprar aquel equipo era mía, solamente mía. Yo mismo me convencí de su superior calidad y ordené que fuera instalado en el hospital.»

Hace veinticinco siglos el sabio chino Lao Tsé dijo ciertas cosas que los lectores de este libro podrían utilizar hoy:
«La razón por la cual los ríos y los mares reciben el homenaje de cien torrentes de la montaña es que se mantienen por debajo de ellos. Así son capaces de reinar sobre todos los torrentes de la montaña. De igual modo, el sabio que desea estar por encima de los hombres se coloca debajo de ellos; el que quiere estar delante de ellos, se coloca detrás. De tal manera, aunque su lugar sea por encima de los hombres, éstos no sienten su peso; aunque su lugar sea delante de ellos, no lo toman como insulto.»

Permita que la otra persona sienta que la idea es de ella.

Fuente: Dale Carnegie. “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”. Edit. Suramericana

Más sobre los principios DC: Dale Carnegie de Venezuela, primer lugar en Latinoamérica