Mientras escribía este libro estuve un día en la Universidad de Chicago y pregunté al rector, Robert Maynard Hutchins, cómo se libraba de las preocupaciones. Y me contestó: «He tratado siempre de seguir el consejo que me dio el extinto Julius Rosenwald, presidente de la Sears, Roebuck and Company: ‘Cuando tengas un limón, hazte una limonada’«.
Tal es lo que hace un gran docente. Pero el simple hace algo completamente opuesto. Si la vida le entrega un limón, una cosa amarga y agria, se desespera y dice: «Estoy vencido. Es el destino. No tengo la menor oportunidad». Después lanza imprecaciones contra el mundo y se compadece hasta lo más hondo de su ser. En cambio, el juicioso a quien entregan un limón dice: «¿Qué lección cabe aprender de esta desgracia? ¿Cómo puedo mejorar esta situación? ¿Cómo puedo convertir este limón en una limonada?»
Después de pasar toda su vida dedicado al estudio de las personas y de sus ocultos recursos de poder, el psicólogo Alfred Adler declaró que una de las características maravillosas de los seres humanos es «su poder de convertir un menos en un más».
He aquí la interesante y alentadora historia de una mujer que conozco y que hizo precisamente eso. Se llama Thelma Thompson. He aquí lo que me contó:
«Durante la guerra mi marido estaba adscrito a un campo de instrucción próximo al desierto de Mojave, en California. Fui a vivir allí con objeto de estar cerca de él. Odiaba el lugar. Nunca me había sentido tan desdichada. Mi marido fue enviado de maniobras al desierto y yo me quedé sola en una cabaña. El calor era insoportable; pasaba de los cuarenta grados centígrados a la sombra de un cacto. No había nadie con quien hablar. El viento soplaba de modo incesante y todos los alimentos que comía y hasta el aire que respiraba estaban llenos de arena, arena, arena…
Me sentía tan hundida, me compadecía tanto, que escribí a mis padres. Les dije que abandonaba mi empresa y que volvía a casa. Les dije que no podía resistir ni un minuto más. ¡Prefería estar en la cárcel! Mi padre me contestó con una carta de sólo dos líneas. Eran dos versos que siempre cantarán en mi recuerdo, dos versos que cambiaron mi vida por completo:
Dos hombres que miraron tras las rejas de su prisión, uno
el barro miró, el otro las estrellas contempló.
Leí estos versos muchas veces. Estaba avergonzada. Decidí ver qué había de bueno en aquella situación mía; trataría de ver las estrellas. Me hice amigos entre los indígenas y la reacción de esta gente me asombró. En cuanto mostré interés por sus tejidos y cacharros, me regalaron sus piezas favoritas, las que no habían querido vender a los turistas. Estudié las bellísimas formas de los cactos, las yucas y los árboles Joshua. Aprendí cosas de los perros de pradera, observé las puestas de sol del desierto y busqué conchas marinas, dejadas allí hace millones de años, cuando las arenas del desierto eran el fondo de un océano.
¿Qué es lo que produjo en mí cambio tan asombroso?
El desierto de Mojave no había cambiado. Los indios no habían cambiado. Pero había cambiado yo. Había cambiado mi actitud mental. Y al pasar esto, mi desdichada existencia quedó transformada en la más emocionante aventura de mi vida. Fui estimulada y excitada por este nuevo mundo que había descubierto. Estaba tan exaltada que escribí un libro sobre el asunto, una novela que fue publicada bajo el título Brillantes murallas (Bright Ramparts)…
Había mirado desde la prisión que me había creado yo misma y había visto Jas estrellas.»
Thelma Thompson, usted descubrió una vieja verdad que los griegos enseñaron quinientos años antes del nacimiento de Cristo: «Las cosas mejores son las más difíciles».
Harry Emerson Fosdick la repitió en el siglo XX: «La felicidad no es principalmente placer; es principalmente victoria». Sí, la victoria que llega con la sensación de realización, de triunfo, de haber convertido nuestros limones en limonadas.
Fuente: Dale Carnegie. “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”. Edit. Suramericana