salva¡Salvar el prestigio! ¡Cuán importante, cuán vitalmente importante es esto! ¡Y cuán pocos entre nosotros nos detenemos a pensarlo! Pisoteamos los sentimientos de los demás, para seguir nuestro camino, descubrimos defectos, proferimos amenazas, criticamos a un niño o a un empleado frente a los demás, sin pensar jamás que herimos el orgullo del prójimo. Y unos minutos de pensar, una o dos palabras de consideración, una comprensión auténtica de la actitud de la otra persona contribuirán poderosamente a aligerar la herida.

En una sesión de nuestro curso, dos alumnos hablaron ejemplificando los aspectos negativos y positivos de permitir que la otra persona salve su prestigio.
Fred Clark, de Harrisburg, Pennsylvania, contó un incidente que había tenido lugar en su compañía:
-En una de nuestras reuniones de producción, un vicepresidente le hacía preguntas muy insistentes a uno de nuestros supervisores de producción, respecto de un proceso determinado. Su tono de voz era agresivo, y se proponía demostrar fallas en la actuación de este supervisor. Como no quería quedar mal delante de sus compañeros, el supervisor era evasivo en sus respuestas. Esto hizo que el vicepresidente perdiera la paciencia, le gritara al supervisor y lo acusara de mentir.
En unos pocos momentos se destruyó toda la buena relación de trabajo que hubiera podido existir antes del encuentro. A partir de ese momento este supervisor, que básicamente era un buen elemento, dejó de ser de toda utilidad para nuestra compañía. Pocos meses después abandonó nuestra firma y fue a trabajar para un competidor, donde según tengo entendido ha hecho una espléndida carrera.

Otro participante de la clase, Anna Mazzone, contó un incidente similar que había tenido lugar en su trabajo… ¡pero con qué diferente enfoque y resultados! La señorita Mazzone, especialista en mercado de una empresa empacadora de alimentos, recibió su primera tarea de importancia: la prueba de mercado de un producto nuevo. Le contó a la clase:
-Cuando llegaron los resultados de la prueba, me sentí morir. Había cometido un grave error en la planificación, y ahora toda la prueba tendría que volver a hacerse. Para empeorar las cosas, no tenía tiempo de exponerle la situación a mi jefe antes de la reunión de esa mañana, en la que debía informar de este proyecto. Cuando me llamaron para dar el informe, yo temblaba de pavor. Había hecho todo lo posible por no derrumbarme, pero resolví que no lloraría y no les daría ocasión a todos esos hombres de decir que las mujeres no pueden recibir tareas de responsabilidad por ser demasiado emocionales. Di un informe muy breve, diciendo que debido a un error tendría que repetir todo el estudio, cosa que haría antes de la próxima reunión. Me senté, esperando que mi jefe estallara.
Pero no lo hizo: me agradeció mi trabajo y observó que no era infrecuente que alguien cometiera un error la primera vez que se le asignaba una tarea de importancia, y que confiaba en que el informe final sería correcto y útil para la compañía. Me aseguró, delante de todos mis colegas, que tenía fe en mí, y sabía que yo había puesto lo mejor de mí, y que el motivo de esta falla era mi falta de experiencia, no mi falta de capacidad.
Salí de esa reunión caminando en las nubes, y juré que nunca decepcionaría a ese extraordinario jefe que tenía.

Aun cuando tengamos razón y la otra persona esté claramente equivocada, sólo haremos daño si le hacemos perder prestigio.

El legendario escritor y pionero de la aviación A. de Saint Exupéry escribió: «No tengo derecho a decir o hacer nada que disminuya a un hombre ante sí mismo. Lo que importa no es lo que yo pienso de él, sino lo que él piensa de sí mismo. Herir a un hombre en su dignidad es un crimen».

Un auténtico líder siempre seguirá la regla: Permita que la otra persona salve su propio prestigio.

Fuente: Dale Carnegie. “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”. Edit. Suramericana