Yo pasé mis años de niño en una granja de Missouri. Un día, mientras ayudaba a mi madre a recoger cerezas, comencé a llorar. Mi madre me preguntó: «Dale, ¿qué es, hijo mío, lo que puede hacerte llorar?». Y yo balbuceé: «Tengo miedo de que me entierren vivo».
Tenía muchas preocupaciones en aquellos días. Cuando llegaba una tormenta eléctrica, tenía miedo de que un rayo me matara. Cuando llegaban los tiempos duros, tenía miedo de que no tuviéramos lo suficiente para comer.
Tenía miedo de ir al infierno cuando muriera. Tenía un miedo espantoso de que un chico mayor, Sam White, me cortara mis grandes orejas, según me amenazaba. Tenía miedo de que las chicas se rieran de mí si las saludaba llevándome la mano al sombrero. Tenía miedo de que ninguna chica quisiera casarse conmigo. Tenía miedo de lo que diría a mi mujer inmediatamente después de casarme.
¿Cómo me las arreglaría? Meditaba acerca de este gravísimo problema hora tras hora mientras caminaba tras el arado.
Con el correr de los años, vi gradualmente que el noventa y nueve por ciento de las cosas que me preocupaban no sucedieron jamás.
Por ejemplo, como he dicho, me aterraba entonces el rayo, pero ahora sé que las probabilidades de que el rayo me mate en un año cualquiera no pasan, de acuerdo con el Consejo de Seguridad Nacional, de una entre trescientas cincuenta mil.
Mi miedo de ser enterrado vivo era todavía más absurdo; no creo que, incluso en los días anteriores a la norma del embalsamamiento, se haya enterrado viva a una persona de cada diez millones. Sin embargo, yo lloraba a causa de ese miedo.
Una persona de cada ocho muere de cáncer. Si había algo por lo que debiera preocuparme este algo era el cáncer. En lugar de ello, me preocupaba por el rayo y por ser enterrado vivo.
Es claro que he estado hablando de preocupaciones de infancia y adolescencia. Pero muchas de nuestras preocupaciones de adultos son casi tan absurdas. Probablemente usted y yo eliminaríamos los nueve décimos de nuestras preocupaciones ahora mismo si abandonáramos nuestro rumiar el tiempo suficiente para descubrir si, de acuerdo con la ley de los promedios, existe una verdadera justificación para nuestras preocupaciones.
La más famosa compañía de seguros del mundo — el Lloyd’s de Londres— ha ganado innumerables millones con la tendencia de todos a preocuparnos por cosas que raramente suceden. El Lloyd’s de Londres apuesta a las personas a que los desastres por los que se preocupan no ocurrirán nunca. Sin embargo, no llaman apuestas a esto. Lo llaman seguro. Pero se trata realmente de una apuesta basada en la ley de los promedios. Esta gran firma de seguros ha prosperado durante doscientos años y, si no cambia la naturaleza humana, prosperará durante cincuenta siglos más asegurando zapatos, barcos y lacre contra desastres que, de acuerdo con la ley de los promedios, no se producen con tanta frecuencia como el público se imagina.
Si examinamos la ley de los promedios, quedaremos frecuentemente atónitos ante nuestros descubrimientos.
Por ejemplo, si supiera que dentro de cinco años tendría que participar en una batalla tan sangrienta como la batalla de Gettysburg, quedaría aterrado. Contrataría todos los seguros de vida que pudiera conseguir. Dictaría mi testamento y pondría en regla todos mis asuntos terrenales.
Diría: «Probablemente no sobreviviré a la batalla; vale mas, pues, que disfrute de los pocos años que me quedan». Sin embargo, los hechos nos dicen que, de acuerdo con la ley de los promedios, es tan peligroso, tan fatal tratar de vivir de los cincuenta a los cincuenta y cinco años en tiempos de paz como combatir en la batalla de Gettysburg. Lo que estoy queriendo decir es esto: en tiempos de paz mueren tantas personas por cada mil entre las edades de cincuenta y cincuenta y cinco años como muertos por cada mil hubo entre los 163.000 soldados que lucharon en Gettysburg.
Se ha dicho que casi todas nuestras preocupaciones provienen de nuestra imaginación y no de la realidad.
Cuando paso revista a las últimas décadas también puedo ver yo de dónde vinieron la mayoría de mis preocupaciones.
Cuando Al Smith era gobernador de Nueva York, le oí contestar a los ataques de sus enemigos políticos diciendo una y otra vez: «Examinemos las constancias… Examinemos las constancias…» En seguida exponía los hechos. La próxima vez que usted y yo nos preocupemos por lo que pueda suceder, sigamos el ejemplo del juicioso Al Smith: examinemos las constancias y veamos qué bases hay, si es que hay alguna, para nuestra atormentadora angustia.
Para acabar con el hábito de la preocupación antes de que éste acabe con nosotros, he aquí la Regla:
«Examinemos las constancias». Preguntémonos: ¿Cuáles son las probabilidades, según la ley de los promedios, de que este acontecimiento por el que me estoy preocupando ocurra alguna vez?»
Fuente: Dale Carnegie. “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”. Edit. Suramericana