Tuve el privilegio de visitar a Arthur Hays Sulzberger (1935-1961), editor de uno de los más famosos diarios del mundo, The New York Times. Sulzberger me dijo que, cuando la segunda guerra mundial envolvió a toda Europa, quedó tan aturdido, tan preocupado por el futuro, que apenas podía dormir. Se levantaba muchas veces a media noche, tomaba unas telas y unas pinturas, se miraba a un espejo e intentaba retratarse. No sabía nada de pintura, pero pintaba de todos modos, a fin de borrar de su espíritu las preocupaciones. Sulzberger también me dijo que nunca fue capaz de conseguir esto y encontrar la paz hasta que adoptó un lema de cinco palabras de un himno religioso: Un paso me es bastante.
“… lo distante no quiero ver; un paso me es bastante”
Hacia aquella misma época, un joven de uniforme —en algún punto de Europa— estaba aprendiendo la misma lección. Se llamaba Ted Bengermino y era de Baltimore, Maryland. Estaba muy preocupado y cayendo en un caso agudo de agotamiento de combatiente. Ted Bengermino escribe: «En abril de 1945 mis preocupaciones habían provocado lo que los médicos llaman un ‘colon transverso espasmódico’. Es un estado que causa un intenso sufrimiento. Si la guerra no hubiese acabado cuando acabó, tengo la seguridad de que mi derrumbamiento físico hubiera sido completo.
Mi agotamiento era total. Era suboficial a cargo del registro de sepulturas de la 94a. División de Infantería. Mi función consistía en ayudar a organizar y conservar los registros de los muertos, los desaparecidos y los hospitalizados.
También tenía que ayudar a desenterrar los cadáveres de los soldados aliados o enemigos que habían caído y sido enterrados apresuradamente en hoyos superficiales en plena batalla. Tenía que reunir los efectos personales de estos hombres y procurar que los mismos fueran entregados a los padres o parientes cercanos que pudieran tenerlos en mucho. Siempre estaba con la preocupación de que pudiéramos cometer embarazosos y costosos errores. Me preguntaba si podría salir de todo aquello con bien. Me preguntaba si podría alguna vez tener en mis brazos a mi hijo único, un hijo de dieciséis meses, al que nunca había visto. Estaba tan preocupado y agotado que perdí más de quince kilos. Era un verdadero frenesí y me sentía fuera de quicio. Me miraba a las manos, que apenas eran más que pellejo y huesos.
Estaba aterrado ante la idea de volver a casa convertido físicamente en una ruina. Me sentía deprimido y lloraba como un chiquillo. Estaba tan trastornado que las lágrimas me brotaban en cuanto me veía a solas. Hubo un período poco después de iniciada la Batalla de la Saliente en que lloraba con tanta frecuencia que casi abandoné la esperanza de volver a considerarme un ser humano normal.
Terminé en un dispensario del Ejército. Un médico militar me dio consejos que cambiaron mi vida por completo.
Después de hacerme un examen físico detenido me dijo que mi enfermedad era mental. Me dijo esto:
Ted, quiero que se diga usted que su vida es como un reloj de arena. Usted sabe que hay miles de granos de arena en lo alto de tales artefactos y que estos granos pasan lentamente por el estrecho cuello del medio. Ni usted ni yo podríamos hacer que los granos pasaran más de prisa sin estropear el reloj. Usted, yo y cualquier otro somos como relojes de arena. Cuando empezamos la jomada, hay ante nosotros cientos de cosas que sabemos que tenemos que hacer durante el día, pero, si no las tomamos una a una y hacemos que pasen por el día lentamente y a su debido ritmo, como pasan los granos por el estrecho cuello del reloj de arena, estamos destinados a destruir nuestra estructura física o mental, sin escapatoria posible.
He practicado esta filosofía en todo instante desde que un médico militar me la proporcionó. «Un grano de arena cada vez… Una tarea cada vez». Este consejo me salvó física y mentalmente durante la guerra y también me ha ayudado en mi situación presente en la profesión.
Soy empleado verificador de existencias de la Compañía de Crédito Comercial de Baltimore. Vi que había en mi profesión los mismos problemas que habían surgido durante la guerra: docenas de cosas que había que hacer en seguida, con muy poco tiempo para hacerlas. Las existencias eran insuficientes. Teníamos que manejar nuevos formularios, que hacer una nueva distribución de las existencias, que cambiar direcciones, que abrir y cerrar oficinas y que abordar otros muchos asuntos. En lugar de ponerme tenso y nervioso, recordé lo que el médico me había dicho: «Un grano de arena cada vez, una tarea cada vez». Repitiéndome estas palabras a cada instante, realicé mi trabajo de un modo muy eficiente y sin aquella sensación de confusión y aturdimiento que estuvo a punto de acabar conmigo en el campo de batalla.
Uno de los comentarios más aterradores sobre nuestro actual modo de vida es recordar que la mitad de las camas de nuestros hospitales están ocupadas por pacientes con enfermedades nerviosas y mentales, por pacientes que se han derrumbado bajo la abrumadora carga de los acumulados ayeres y los temidos mañanas.
Usted y yo estamos en este instante en el lugar en que se encuentran dos eternidades: el vasto pasado que ya no volverá y el futuro que avanza hacia la última sílaba del tiempo. No nos es posible vivir en ninguna de estas dos eternidades, ni siquiera durante una fracción de segundo.
Pero, por intentar hacerlo, podemos quebrantar nuestros cuerpos y nuestros espíritus. Por tanto, contentémonos con vivir el único tiempo que nos está permitido vivir: desde ahora hasta la hora de acostarnos. «Todo el mundo puede soportar su carga, por pesada que sea, hasta la noche. Todo el mundo puede realizar su trabajo, por duro que sea, durante un día. Todos pueden vivir suavemente, pacientemente, de modo amable y puro, hasta que el sol se ponga. Y esto es todo lo que la vida realmente significa.» Así escribió Robert Louis Stevenson.
Regla: Cierre las puertas de hierro al pasado y al futuro. Viva en compartimientos estancos al día.
Fuente: Dale Carnegie. “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”. Edit. Suramericana